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La banda sonora de mi infancia fue el sonido que arrancaba mi padre a su inseparable guitarra. Fiel amante de la música, por sus manos pasaron acordeón, timple, mandolina, hasta un prospecto de violín que él mismo intentó fabricar, sin ningún éxito, y a todos ellos, pese a su nula educación musical, logró sacarles hilos de belleza. Entre toda la serie de instrumentos con los que intentó entablar relación, sin duda la guitarra fue su favorita, su más amada compañera. Lo recuerdo atado a ella nada más volver del trabajo. Al regresar a casa, casi la segunda cosa que hacía, después de saludarnos, era coger su guitarra de donde estuviera para empezar a sacar de ella acordes, melodías. De algún modo, era su forma de decirle a la vida que él estaba allí para eso: tocar la música, amar lo bello, lo que trasciende, lo que vuela. Estaba claro que pasar diez horas diarias alicatando pisos, no lo definía. Aquel era el oficio con el que se ganaba la vida, pero no lo que era.
Tenía mi padre, eso sí, pésima memoria, lo que causaba en él auténtica rabia. Recuerdo que alguna vez insistía en preguntarme si me sabía esa o aquella canción y yo, en la medida de mis escasos conocimientos musicales, trataba de copiárselas para que se las aprendiera. A cambio y, después de machacona insistencia por mi parte, él me regalaba el canto de alguna malagueña, con esa maravillosa voz de barítono que poseía. Yo la escuchaba siempre al borde de la lágrima, pues su cadencia triste y sus letras desgarradoras me emocionaban. Mi padre entonces, disimulaba como podía su propia emoción y terminaba la sesión de canto y guitarra con un gesto que sabía que no me gustaba: tocarme la cabeza, justo en la coronilla y con la presión justa para que yo me molestara y él se marchara riéndose de mi enfado. Ese toque de cabeza me acompañó hasta su muerte. ¡Cuánto lo he echado de menos desde entonces!.
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De Palabra a Palabra (memorias)