Sentada en la escalera,
cubierta las espaldas
con no sé qué dolores
ni qué sueños,
te recuerdo.
Con la mirada limpia,
pendiente de la sombra
que el damasco
le regalaba al patio.
Las flores de clepsidra
penden de la memoria
y te dibujan para mí,
esta tarde.
Ya son las tres, María.
La sombra apenas empieza
a asomar su algarabía
y aquí estoy yo,
sentada en la escalera de otro tiempo
pensando en ti,
mirándote las manos
curtidas por silencios.
Ocho hijos, María
le obsequiaste a los días
y, los días, pasaron por ti
sin dádivas,
avaros,
con textura de esparto.
Cuánto dolor guardado
a la sombra del árbol.
Cuántos deseos de aire y libertad
cruzaron por tus campos
de adentro.
Cuántas palabras se quedaron
por decir,
marcándote al oído,
el compás del silencio,
Yo te quise, María
y amé los ojos tristes que una niña no entiende.
Algo de ti regresa esta tarde a mi casa
para que pueda ver tu carita redonda
y el negro riguroso del pañuelo en tu frente.
Y aquí, instalada yo, en el silencio de tus horas,
sentir a la niña que hubo en mí,
jugar con las palabras que no dijo tu boca.