EL
DESAJUSTE COMO LUGAR POSIBLE
Isabel
Expósito Morales
En
Fuera
de lugar (Díptico del oasis), Acerina Cruz (Editorial Palabras
al límite, 2025) construye un espacio donde la luz turística y la memoria
personal se tocan sin encajar del todo. El libro abre un oasis que respira, un
territorio de arena donde la infancia aprende a mirar desde detrás del
decorado, allí donde las postales brillan y, al mismo tiempo, se agrietan. Ese
lugar, a medio camino entre lo real y lo fabricado, se convierte en un pequeño
laboratorio íntimo donde la autora observa lo que permanece aunque todo parezca
pensado para desaparecer.
Acerina escribe desde un borde: la orilla
de un hotel, una piscina que multiplica reflejos, unas dunas que brillan
mientras el viento borra cada rastro. Desde ahí transforma lo cotidiano —una
Barbie embarazada, un nudista cubierto de arena, un vendedor de toallas, un
niño que parece aburrirse del sol— en escenas que revelan algo más profundo. No
se trata solo de describir, sino de acercarse a esa extrañeza mínima que
convierte lo trivial en señal.
En el primer libro, Si la arena resiste, el espacio
turístico funciona como escenario de aprendizaje. La infancia aparece como una
zona porosa, vulnerable, donde mirar es ya una forma de entender que el
decorado no alcanza para sostener toda la realidad. La piscina, el hotel, el
sol inagotable: todo está ahí como una superficie que esconde su propio
desgaste. La poeta acompaña ese descubrimiento con una voz contenida, clara,
que ilumina sin subrayar.
La segunda parte, Fuera de lugar, vuelve la mirada
hacia dentro. Aquí el paisaje se vuelve más emocional: crecer implica desmontar
la postal, aceptar que el hogar no siempre coincide con lo que se había
imaginado, caminar entre restos y deslumbramientos. La voz se afina sin dramatismo, pero sí con una conciencia más nítida de que
la desubicación no es un accidente, sino un modo de estar en el mundo.
Uno de los aciertos del díptico es la
tensión que crea entre dentro y fuera, entre lo luminoso y lo que se quiebra
debajo. La autora trabaja con pequeños detalles —la arena, el agua, los
reflejos, las huellas— para construir una escritura que no necesita elevar el
tono para dejar marca. La identidad móvil, la observación constante y la
memoria que persiste incluso cuando el paisaje cambia, van tejiéndose sin
estridencias.
Fuera de lugar es, finalmente, un
territorio al que el lector entra casi descalzo. La poesía se despliega en el
espacio entre lo que se ve y lo que se recuerda; en ese desajuste que a veces
duele y a veces libera. Lo que brilla también hiere, lo que se aleja deja rastro,
y lo que no encaja se convierte, paradójicamente, en el punto donde la autora
halla su verdad. El libro nos recuerda que crecer quizá consista en eso: en
aprender a mirar desde el borde, incluso cuando el borde es el único lugar
posible.

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